miércoles, 13 de abril de 2011

Para la Reflexión y la Razón, que salvaron a un alma errante en peligro de ser masificada

Hoy desperté y, al verme al espejo, no me reconocí. Es más, ni siquiera noté algo distinto, sólo la certeza de que no era tan yo como lo había sido antes. Procuré no darle más importancia de la que tenía y decidí no tomar en cuenta el cambio que sin forma ni razón, había creído percibir.

Me alejé de mis pensamientos, creyendo que si los ignoraba no se materializarían, ni nadie notaría lo que, pensaba, era un producto del cansancio. Una ilusión óptica generada por el agotamiento que no me alteraba en lo más mínimo. Por lo tanto, seguí caminando a ciegas, embebida en obligaciones que adquirí sin saber cómo. Tenía mucho por hacer, gente qué conocer y pláticas insulsas que entablar con personas cuyo nombre nunca se queda fijo en mi mente. En fin, tenía que ponerme el gafete que indica mi puesto en la vida…y algo que se parece a mi nombre de pila, pero que tiene un sonido hueco.

Las horas transcurrieron una tras otra y no volví a pensar en el cambio imaginario que, a todas luces, no podía ser real. No fue sino hasta avanzado el día, cuando el sol estaba en su punto máximo y no podía hacer nada para ocultarme de los rayos abrasadores, que una voz reflexiva me hizo notar algo extraño. Yo no era yo, sino otra persona que había usurpado su propio cuerpo durante la noche, como un parásito silencioso y un peligro latente. No era la mujer de siempre, aunque podía parecer igual que todos los días. Me sorprendí unos instantes, antes de horrorizarme por haber sido presa de mis propias sogas. No lo quise creer, no lo podía creer. Mi cambio era imaginario, algo que sólo yo percibía y, sin problemas, podía atribuir a muchos factores ajenos a mi control.

Aquella voz, que resonaba en mi cabeza con muchísima fuerza, sacó su mano desde las sombras y me tendió, suavemente y con la caballerosidad que le caracteriza, un espejo convexo que sirve para reflejar el alma. Lo que vi no me gustó. Es más, lo odié con tanto fervor que una parte de mí se volvió masa incandescente y estalló dentro del agujero que se me había creado en el estómago.

Al inicio intenté excusarme, no con él sino conmigo, apoyarme en algo para dar a conocer una postura en la que no necesariamente creo—y en la que no necesariamente no creo—. Fue... raro. Ruego a esa voz amiga, a esa fugaz reflexión que no malinterprete este escrito, puesto que lo que dije en su momento era tan genuino como el plástico ciego me dejaba expresar. No le mentí. No me mentí. Sólo no me había percatado de que lo que para mí es amarillo para otros es verde olivo... y tengo la tendencia a asumir que el amarillo es algo universal, por mucho que sólo quepa en mi intrínseca ambigüedad. En ese instante, la voz de mi oprimida—y presumiblemente muerta— consciencia se dejó escuchar como un eco de ultratumba.

Y Sísifo salió de las profundidades de mi ser, dejando en evidencia su necedad y su ilusión vacua de desear ser algo que no es. Ese personaje, destinado a cargar una roca eternamente y pretender ser libre al mismo tiempo, en algún curioso sentido me hizo ver mi propia roca: Mi pasado, el protocolo, la sociedad, los paradigmas… todo aquello con lo que me resulta imposible romper, pero que niego hasta que la avasalladora realidad me alcanza y no me es posible retener mi disonancia cognitiva sin el riesgo de enloquecer. En un sentido clínico de la palabra, si cabe destacar.

La reflexión se apoderó de mi atención y de mi autocrítica. Me encontré enfrentada con el reflejo de mis aversiones, con el juramento de quien nunca sería, con un ser empacado al vacío que no se parecía a mí. Era todo lo que yo me había negado a convertirme, un mutante vomitivo recubierto en plástico cristal. Un pato, un horrible y asquerosísimo pato… El pánico se sembró en mi vientre, al tiempo que los fantasmas de mis errores y la certeza de mi imperfección se cernían sobre mi horizonte particular. Y me encontré sola, sola sin querer estar conmigo, sin querer compartir mi cuerpo con aquel repulsivo ser en que me encontré convertida. Me detesté y quise huir de mí, pero no podía… así que contuve las lágrimas de decepción propia y busqué al vocero de mi razón.

Obedecí a Girondo cuando sólo estábamos mi razón y yo conversando. Me cubrí el rostro y vomité mis fracasos engrandecidos por la incisiva autocrítica. Vomité los largos trozos de vidrio y los amargos alfileres que me hacían sangrar por dentro, los secretos que no deben ventilarse de día y los gritos suspendidos en mi garganta desde que era lo suficientemente pequeña como para caber en una cáscara de nuez. Lloré por el delirante—y denigrante—cretinismo estentóreo, por la castrada y fétida sumisión cultivada hacia el tótem que siempre critiqué. Sangré por no ser quien era, vertí la tinta de mis venas para poder escribir una carta suicida o una nota de rescate a la mujer que fui. Morí lentamente, hasta quedar solo entre los ojos color ciruela de quien me recordaba que ya no era quien había sido, hasta secarme y quedar reducida a cenizas. Sólo entonces dejé de llorar, de potar la mediocridad a la que yo misma había sucumbido y mi traición personal.

En ese momento, cuando parecía haber cavado el agujero más profundo, que mi Sísifo personal se encargaría de cubrir con la roca de mis desprecios, pude escuchar nuevamente. Los pasos arrastrados, los ecos ahogados que me llevaban lejos de esa vereda de necesaria autocompasión y me devolvían al recuerdo, a la vida que había llevado, a mi máxima vital. Mi razón habló conmigo, en un tono casi paternal, y me devolvió la noción de mi vida, la brújula que perdí sin darme cuenta. Removió entre el baúl y me releyó frases de la antigua sabiduría que mi yo original, sin aspiraciones ni prejuicios. Sin pretensiones. Con una certeza particular que convirtió en la verdad de una vida, esa Andrea que experimentaba con orgasmos y sentimientos variopintos lograba encontrar la vitalidad en todo, ya que ella se amaba lo suficiente como para hacer que los demás hicieran lo propio sin darse cuenta. Era fresca… y lo único que pedía de aquellos que le rodeaban era que permanecieran ahí el suficiente tiempo como para hacerles un retrato mental y añadirlos a la lista de personas que la habían marcado.

No era persona maravillosa, así como no lo soy tampoco ahora, pero es la persona que quiero volver a ser. Llena de coraje para comenzar las cosas, sin temor a las negativas y con una capacidad poco natural para omitir al resto del mundo y hacer lo que le venía en gana. Tal vez no regresar a la adolescente impulsiva, pero sí retomar la personalidad extrovertida y ácida de la adultez libre de cretinismo. Quiero volver a ignorar al mundo, pese a que ahora tengo la necesidad de integrarme en él como el engrane de un reloj…No deseo pensar en el futuro, ni siquiera en el presente o en las obligaciones que se apilan en el escritorio. Extraño volver a ser libre de todo… de prejuicios, de tareas, de protocolos, de actividades, de hombres. En fin, volver a ser yo.

Tal y como mi razón, a quien considero uno de mis diamantes más preciosos, dijo:

“Siempre camina con la cabeza en alto y la vista al frente. Eres maravillosa, sólo tienes que recordártelo a ti misma y volver a brillar. Dedica tiempo a reconquistarte cada día, todos los días”

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Agradezco a mi Reflexión y a mi Consciencia por devolverme al inhóspito sendero que debo forjar con mis pasos y alejarme, voluntaria o involuntariamente, del camino terregoso que es recorrido por varios cientos de millones cada día. Como enunció el poeta y eternizó la música: Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

1 comentarios:

Lubna Gryllotalpa dijo...

Con esto me has hecho recordar que aún existen los humanos aunque parezca mentira. Gracias por escribir.

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