martes, 13 de septiembre de 2011

Ritual

El día es tan monótono, tan gris, tan martes. Por la tarde, la incertidumbre de si lloverá o no es lo que alienta a las personas a caminar más rápido por las aceras, que se llenan de barullo y de gritos de “cacharpo”. Voy a prisa, siguiendo el ritmo de pies ajenos hasta llegar a la escalera. Subo con cuidado, procurando no caer en uno de los peldaños rotos que dejan ver las vigas torcidas y desgastadas. Tres jóvenes platican detrás de mí y me rebasan, lo mismo que al anciano a mi lado, que anda con dificultad, apoyado de su bastón.

Paso a la taquilla, que por primera vez en meses está abierta y compro un boleto. El hombre que está detrás del mostrador me ve con recelos, quizá sabe que yo me dirijo a casa y él se queda ahí, confinado a un espacio de un metro cuadrado.

Entro en el andén y me uno a las 22 personas que esperan el Tren Ligero en dirección a Taxqueña. Por algún motivo me siento en ese ambiente como una extraña, aislada entre la gente, que se limita a ver las vías vacías o a revisar su celular con audífonos puestos. Parecemos autómatas, estamos totalmente deshumanizados.

Pasan dos trenes en dirección a Xochimilco antes de que llegue el que va al metro. Ya somos 28 los que subimos con prisas, intentando romper las leyes de la física y hacernos una sola masa con quienes van a nuestro lado. Esos desconocidos que, durante algunos minutos, sentimos tan cercanos.

Se escuchan de vez en cuando conversaciones aisladas y casi en un murmullo. Todos los oídos captan la charla con algo de recelo y a la vez con un interés descarado. Se finge no escuchar cuando, en realidad, estamos al pendiente de esa plática intrascendente que se nos antoja lo más interesante del trayecto. A fin de cuentas, nos sirve para pasar el rato, para apartar un poco al silencio cuasi-ceremonial que nos rodea.

Me siento como en una iglesia y no sé cómo comportarme. Parece que cada cual está metido en un rezo privado del que ni siquiera está consciente, al tiempo que mira a los demás con extrañeza y apatía, sin hacer contacto visual con nadie. ¿Será que Paz—o Samuel Ramos, para referirnos al autor original— tenía razón al decir que los mexicanos no nos vemos directamente a los ojos para no darnos cuenta de la existencia del otro, para no romper el sentimiento de inferioridad que tenemos “de fábrica”? No puedo dejar de darle vueltas a la situación. “Podría ser” me digo. Y dejo que ese pensamiento errante se marche.

Mientras yo pienso, la gente sube y baja del Tren, sin hacer ruido, como si se evaporara. Sigo pensando que es parte de un ritual que desconozco pero del cual, inconscientemente, formo parte. En Huipulco, sin embargo, bajan muchas personas, tantas que el vagón se desestabiliza. Da la impresión de que la gente sale un poco de su trance, sólo para volver a sumergirse en él con renovadas fuerzas. Casi todas las cabezas ven hacia la ventana, como si se uniesen en un deseo por estar de aquel lado del acrílico, en un Viaducto-Tlalpan lleno de autos que no se mueven en vez de estar en el transporte público.

El Tren Ligero, en su ritual silencioso y casi esotérico cumple el protocolo de la caballerosidad. A los ancianos les ofrecen el lugar, las tratan con respeto e incluso les dedican una escueta sonrisa. Las demás personas ni siquiera volteamos a reconocernos, nos limitamos a ver los zapatos negros que parecen extensión del hule desgastado del mismo color. En ese lugar no hay caras, aunque estamos casi forzados a mirarnos una que otra vez para pedir el paso.

Se acerca la estación de mi destino y pido el paso. La gente se aparta entre gruñidos apagados, obnubilados por el olor de apatía y cansancio que desprende el vagón. Las puertas se abren y salgo lo más rápido que puedo, antes de que empiece el pitido que anuncia su cierre. Quiero dejar atrás el espíritu del gris, de lo monótono, del martes después de la jornada laboral en la Ciudad de México.

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Esta crónica la hice en mi clase de Géneros de opinión, que aprobé con un honroso 94/100. Me gustó tanto que decidí colocarla aquí, como mi pequeño orgasmo nacido por necesidad, en el seno del transporte público de la ciudad más bizarra del mundo.