sábado, 26 de noviembre de 2011

Despedida

Incluso quien no ha mentido, miente” concluyó Mauricio, al momento de abrir la puerta de cristal de la cafetería donde había citado a Alma.

Aquella conclusión, tan paradógica en primera instancia, era el resultado de todas las consideraciones que lo habían mantenido ocupado durante la noche anterior. Era la revelación que había esperado días completos y que, al final, le había llegado como una epifanía escondida detrás de un último instante de duda.

Apretó las manos con fuerza, buscando erradicar el hormigueo de las yemas de sus dedos y el vacío en su estómago. Una ola de enojo y de resentimiento lo invadió. Tenía que hablar con ella, poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas.

Se sentó en una mesa alejada del ajetreo de la barra y dejó la mirada fija en la puerta, en espera de que Alma apareciera para dejar la situación completamente en claro. Era consciente de que ésta era la única oportunidad que le quedaba para poder retenerla. Repasó mentalmente su discurso, pero la revelación que había tenido lo seguía alterando.

Alma le había mentido durante meses de la manera más ruin que hay: No mentirle. Ella había sido completamente clara desde el principio, cuando le dijo que “no deseaba comprometerse en algo serio” y, peor aún, cuando le había confesado que emocionalmente se encontraba comprometida con Luis, pese a que era no podía existía nada entre ellos. Y él la había aceptado. Había acordado tácitamente que lo podía utilizar para maquillar la ausencia de ese imbécil ex novio suyo.

¡Qué imbécil había sido! Él se había prestado a ese teatro insulso a sabiendas de todo lo demás, se había aferrado a la idea de poder tenerla. Se había enamorado y no lo había podido manejar, se había cegado… ¡Ella era la culpable, ella le había mentido!

La vio llegar, o, mejor dicho, supo que había llegado por el olor a sándalo que desprendía su cabello. Levantó la mirada y le sonrió de medio lado, procurando esconder el enojo y la nostalgia de las que se había visto preso con tan sólo su olor.

—Y, ¿para qué querías verme?— preguntó ella tan pronto colgó su bolso en la silla. Se veía tranquila, demasiado serena para su gusto.

Mauricio se quedó en silencio unos segundos. ¿Realmente estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias por Alma?

Bufó.

—Terminemos con esto— titubeó un poco al final de la frase. Esperaba que ella no lo notara, que el tono grueso de su voz hiciera menos delator su duda.

La miró rápidamente. Ella no había cambiado su expresión.

—De acuerdo, me parece bien.

La suavidad de su voz le hizo un nudo en el estómago. Se dio cuenta en ese momento que lo que quería era que ella se enfureciera, que llorara, que le suplicara… ¡o por lo menos que quitara esa maldita sonrisa condescendiente! La frustración lo invadió. La noche anterior había previsto toda clase de escenarios y todas las posibles respuestas que podía tener. Había pensado en Alma melancólica, en otra más resignada y en una que le preguntaba sus motivos, pero no había considerado a aquella que en ese momento lo miraba.

Complaciente y distante, sin rastros de haber recibido una noticia impactante, ella le clavaba esos ojos negros que antaño tanto le habían gustado. Le dolían. Esa mirada lo único que le demostraba era que, en efecto, ella nunca había mentido, que nunca había estado entre sus planes sacrificar su vida por hacerle a él un espacio.

—¿Qué, quieres decirme algo? ¿Estás molesta?

Sin embargo la cruda certeza de la que ya no podía evadirse le confirmaba que la pregunta sobraba. Ella no estaba molesta. Se sintió traicionado, traicionado por la verdad.

—¿Por qué habría de estarlo?

“Porque eso significaría que te importo” quiso gritarle, pero se contuvo. Tenía la garganta seca.

—No sé, pero me alegra que no.

Se preguntó si sus palabras habrían dejado relucir la decepción que sentía en ese momento. Mauricio quería que ella fuese quien le pidiera continuar, que le mostrara que lo quería y que le necesitaba casi tanto como él la quería y la necesitaba a ella. Había deseado que Alma, por primera vez, se mostrara menos independiente y le permitiera tener el control de la situación. Que le diera alguna clase de mensaje que él pudiese interpretar como un “me importas”, independientemente de que no significara eso.

Pero ya era tarde, la había dejado ir.

—¿Algo más?— le preguntó ella. Su voz no parecía impaciente ni descortés, sólo incómoda por el silencio tenso que se había generado entre ellos.

La verdad era que sentía tantas ganas de odiarla como impotencia por no poder hacerlo. ¿Cómo le podía explicar que así no era como él había planeado las cosas, que se había engañado a sí mismo con la falsa idea de que ella lo aprendería a querer en la misma magnitud que él la quería? Ni siquiera podía, por cuestión de orgullo, explicarle sus motivos sin saber primero si ella los quería atender. No era capaz de decirle que le frustraba haberla querido a sabiendas de que ella quería a alguien más, ni mucho menos de reclamarle su falta de interés en la relación, cuando desde el inicio habían tenido en claro que el trabajo iba primero.

¿Cómo podía explicarle que lo que más impotencia le generaba era, precisamente, la tortuosa sinceridad que le había tenido desde siempre? Le habría gustado que le dijera que lo amaba, que era el único hombre, que podía estar sin él pero le gustaría estar a su lado. Pero no la podía culpar de nada, ella había sido fiel a sus palabras iniciales.

Se sentía francamente estúpido.

—No, sólo… sigamos siendo amigos, ¿te parece bien?

Ella se tardó en contestar, su mirada estaba ausente en otro punto de la cafetería.

—De acuerdo.

Salieron juntos del establecimiento. Ella intentó abrazarlo, pero él rehuyó el contacto. Alma prendió un cigarrillo y, tras dedicarle una sonrisa resignada, se marchó.

Mauricio la vio casi hasta que desapareció entre la gente de la ciudad e inspiró profundamente, procurando esquivar la ironía de toda la situación. Alma no le había mentido cuando eran pareja, pero en ese último momento una mentira punzocortante, la única que había esperado que fuese verdad, había escapado de sus labios.

“Uno sólo miente en cosas importantes” recordó, con un poco de despecho.

Entonces entendió que el abrazo al que se había negado no buscaba una conciliación, como creyó en ese momento. Había sido una despedida.

sábado, 19 de noviembre de 2011

De cuando a Dios le dio cáncer

El día en que Dios fue diagnosticado con cáncer no se sorprendió, sino que agradeció profundamente su suerte. Decidió sentarse a esperar a la muerte en un sillón abandonado en el sótano de algún edificio de cualquier ciudad y, con una sonrisa melancólica, escuchó los intentos desesperados de algunos hombres por convencer a los demás de que gozaba de excelente salud.

Compadeció un poco a todos aquellos seres que se aferraban a él, después de todo, ¿cómo iban ellos a imaginarse que lo único que deseaba era evaporarse lo antes posible y dejar de ser inculpado por errores ajenos? Tal y como había ocurrido con sus predecesores ansiaba fundirse con la bruma que divide a la memoria del olvido, ser mentado por personas que no le guardaban rencor y que no lo culpaban por la sangre que él jamás derramó. En fin, quería ser desacreditado como todos los que fueron antes que él para poder acceder al terreno de los inocentes imaginados que sólo fueron una justificación.

Sabía que era su momento, que debía hacerse a un lado y permitir que alguien más tomara su sitio en el trono incuestionable. Era tiempo para dejar que le achacaran a otro la injusticia, el hambre y la muerte... Ésa había sido, desde el incio, su razón de ser.

Los hombres lo habían creado a su imagen y semejanza, al igual que a todos los que fueron venerados ciegamente antes de su llegada. Era el perfecto escudo que ellos buscaban, quien les permitía dormir por las noches pese a todas sus infamias. Nunca más que un parámetro flexible para sus preceptos errantes...

Por suerte, su tiempo había terminado. Lo único que le quedaba, al proferir su último aliento, era una inmensa compasión por su sucesora, la joven Tecnología.