miércoles, 30 de marzo de 2011

Demonios

Siempre he sido una de las que piensa mejor por la noche, una vez que la luz del día se ha extinguido y mis demonios internos se enfrascan en una eterna lucha sin sentido. Nunca sé lo que buscan, pero cuando corren libres pisoteando las flores represivas que me he sembrado durante el día, me siento tan tranquila que ni siquiera me intereso por si lo encuentran o no. Hay que dejarlos hacer.

Me agrada cerrar los ojos y sentirlos en pugna, tratando dominar los latidos de mi corazón y dirigirme a vicios insospechados, aunque no por ello terribles. Me invitan a bailar un tango que seduce a la muerte o me orillan a gritar para acallar mis propios pecados, intentando en vano que dejen de existir. Algunas veces sólo ponen un vals como música de fondo, para que lo escuche y pierda el control de mis pensamientos diurnos. Y yo los dejo, hago como que no me doy cuenta, todo con tal de sucumbir a los encantos de esos seres perversos que me liberan de las cadenas de mí misma. Los engaño, ilusionada en que se lleven a la persona que toma mi lugar por el día y que muere con el sol; quiero que rompan mi maldición prometeica y me permitan reencontrarme con quien sólo existe bajo el tul oscuro.

Para mis demonios no soy más que un títere, un ser sin vida que se mueve gracias al antojo de algo externo a mí, pero que me pertenece de tal forma que se ha fusionado conmigo. A ellos les gusta moverme tanto como a mí me gusta que me muevan, que me lancen por el abismo de la locura y me dejen aprender a volar sin alas, a soñar despierta y a vivir en sueños. Ellos me reencuentran conmigo, con la Andrea prohibida, con la que sólo vive por las noches en la más confortable de las soledades compartidas. La que no le pertenece ni a la la luz ni a la noche, pero que se consagra a esta última con la firme intención de escapar del escrutinio del astro rey.

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