lunes, 4 de abril de 2011

Escribir

No puedo escribir.

Los dedos se me caen a pedazos cada vez que intento juntar las letras de mis pensamientos, y, una vez que los he cosido de nuevo a mis brazos, las ideas se han ido apagando una a una hasta dejarme en completa oscuridad. Es, tal vez, mi musa la que huye a refugiarse en los bosques de las ninfas. Huye de mí, de las banalidades que trazo con unos dedos lisiados y una cabeza llena de focos fundidos. No la puedo culpar.

El no escribir se traduce en una sensación de impotencia, de frustración acumulada y de una raquítica necesidad de gritar las cosas que no logro plasmar en papel. Seguramente es la misma tragedia que experimenta el hombre que recientemente descubre su disfunción eréctil, la vergüenza de no dar el máximo, no por no querer sino por no poder. Con la clara desventaja de que para escribir nadie nos entrega una caja de pastillitas azules (vamos, que ni un placebo), y tenemos que vivir con la insatisfacción propia de quien se ve al espejo y encuentra que sus capacidades han sido mermadas.

Distinto, aunque igualmente grave, es el problema de que quien escribe, pero no desea hacerlo. Cual mujer insatisfecha, la pluma que sólo recorre el papel por hábito, se encuentra a sí misma desprovista de pasión, emanando el pútrido aroma del vicio y la costumbre. Desprovista del buen amante, sin aquel frescor de la novedad, no escribe más que por la rutina y por la necesidad de complacer a la mano o al papel, pero no a ella misma. Añora cada día a la imaginación, su mejor amante, que se ha ido quizás para no volver. Traza torpemente, a la espera de acabar y encontrarse con el más espectacular trabajo, que jamás pasa de ser un breve atisbo de su inmensa mediocridad.

Quien sabe escribir hace el amor con la mano y la cabeza, trazando letras impregnadas de pasión. En cambio, los que no tenemos la menor idea, intentamos que nuestra cabeza impotente copule con nuestra pluma frígida. O bien, nos dedicamos a hacer entradas de blog comentando nuestra patética situación.

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